Marathon Photos
Hace frío. Mucho frío. Son las cinco de la mañana y la alarma suena intensa. Ahora que lo pienso me parece increíble que haya podido dormir. Estoy en Atenas, Grecia, a cuatro horas de correr el maratón clásico que va desde la ciudad de Marathonas hasta la capital griega.
Tengo horario cambiado, pero ya mi cuerpo decidió, este día, el domingo 13 de noviembre, que se ha acostumbrado tras estar una semana en la tierra de Aristóteles. Voy a correr esa mítica ruta. Por primera vez intentaré superar los 33 kilómetros a los que he llegado. Agarro mi camiseta que los alfileres han agujereado imperceptiblemente con el número 10487, y comienzo el ritual del corredor: la vaselina en las entrepiernas, en las piernas, en los pies. Las curitas en las tetillas para que no sangren por el roce de la camisa. Las medias pequeñas, los zapatos sucios y gastados por tantos kilómetros recorridos. Reviso el chip, los cordones, me digo que no pueden desamarrarse en el camino.
Reviso todo nuevamente. Mi compañero de aventura, el médico guayaquileño Adrián Salmon, está ansioso también. Agarramos nuestros bolsos, que luego viajarán de Marathonas a Atenas con la ropa que por ahora nos cubre del frío, y buscamos el metro con destino a Syntagma, la plaza que ha sido y será el epicentro nervioso de cualquier presidente griego. Allí es donde vibran las masas. Allí es donde el presente releva al pasado milenario griego, lleno de luchas internas, de fantásticos pensadores, pero también de fantásticos héroes que ejecutaban con la espada lo que a veces se negaba en la teoría de la filosofía.
Cientos, miles de corredores hacen fila para ingresar a los buses que salen uno tras otro hacia Marathonas, desde donde comenzará la carrera. Las filas son inmensas y ocupan toda la acera que da al Parlamento. Un drogadicto cree que la oscuridad del otoño lo oculta en la entrada del metro en el momento en que decide clavarse en el antebrazo su paraíso. La aguja duele, como si penetrara mi carne, lentamente, para dejar rauda la marejada sanguínea que luego de poco se convertirá en infierno.
Los corredores, al pie del Parlamento, abordando
los buses hacia Marathonas. Foto: Fernando Astudillo
los buses hacia Marathonas. Foto: Fernando Astudillo
Grecia es hermosa, fantásica, pero está en crisis. Se nota en la desesperación y quejas del comercio, en los precios exagerados para los escasos turistas, en las marchas que aparecen por las calles atenienses luego de haber sido arengadas desde una plaza. Se evidencia en la decadencia de los barrios de inmigrantes, donde un extranjero entiende enseguida lo que pasa con los hombres parados en las esquinas, que comercian con figuras cadavéricas que luego, a dos cuadras de los policías, se inyectan en los portales.
Despierto. Regreso, salgo de ese túnel y me focalizo en mi objetivo. Todo es nuevo. Todo ese frenesí, esas sonrisas, esa hermandad que se desprende en los corredores, cualquiera que sea el idioma. Había escuchado del espíritu de un maratón. Aquí lo percibo en muchos de esos desconocidos que entienden que detrás de correr hay una filosofía profunda de vida. Son desconocidos que buscan lo mismo que yo: llegar, sin importar el lugar, al estadio Panathinaiko, el legendario monumento de mármol donde se reiniciaron los juegos Olímpicos Modernos en 1896, bajo el mismo espíritu en donde, 2.700 años atrás, unos hombres luchaban desnudos por una rama de olivo, el honor y la gloria.
Un largo camino a la verdad
El bus arranca en su ruta de 40 kilómetros. Parece corto, pero se hace tan largo que comienzo a pensar que esta misma distancia, más 2,2 kilómetros, tendré que recorrerla en condiciones distintas y bastante desconocidas. Un tablero marca 7 grados centígrados. Llevo guantes. La garúa comienza a ser más intensa.
Marathonas (o simplemente Maratón) es un nombre mítico. Bajo del bus y el viento pega con tanta fuerza que intimida. Decenas de jóvenes reparten fundas de plástico, como las de basura, con orificios en los costados y en la parte superior, que se convierten en una nueva camisa para aplacar el frío y la lluvia.
El frío obliga a guarecerse antes de vestir el atuendo de corredor definitivo. Los corredores se agolpan en las esquinas, en los pasillos del estadio desde donde se dará la largada. Sentados, con las rodillas contra el pecho, apretujados, buscan algo de calor en medio de toda esa adrenalina por lo que vendrá. Los más experimentados evidencian su calma. Pero comienzo a percibir a esos cientos como yo. A esos novatos que no saben bien qué hacer, que desconocen dónde ir, pero que quieren disfrutar cada detalle, cada sonido de esta experiencia maravillosa.
Es la hora de Zorba
Falta una hora para la largada y empieza la alegría griega. La emoción que implica correr un maratón. Los parlantes revientan con la música de Zorba el griego. La leyenda de Mikis Theodorakis inmortalizada por ese baile de Anthony Quinn conmueve. Se la escucha en su versión clásica o en una más moderna, más tecno. Parejas de corredores, otros solitarios, se meten a la pista atlética a bailar con los brazos en jarros. Sienten la música que los calienta para lo que vendrá.
Zorba o Theodorakis, se silencian. Y ahora la voz oficial de los organizadores habla en griego, italiano, francés, y en inglés advierte que hay que cuidarse del viento. Que ya se va el camión que llevará los bolsos a Atenas. Que si no los dejamos tendremos que cargarlos encima por 42 kilómetros. Hay sonrisas, otros corren desesperados ante el último llamado para la entrega.
Se acerca la hora de la verdad. Empieza el calentamiento ya con la ropa definitiva. El frío literalmente traspasa la funda de plástico y dos camisas. Un griego, tranquilo, cuenta que este es su séptimo maratón. "¿Es difícil el tramo de subida?", pienso preguntarle. Pero prefiero el silencio. Cada vez hago más introspección.
El pelotón del que salgo es el penúltimo. Somos los que hemos advertido que haremos más de cinco horas para llegar. Lo sabemos. Solo queremos entrar a ese estadio. Empieza la cuenta regresiva y a mi lado veo cosas increíbles: un hombre va vestido con el traje de guerrero griego y zapatillas estilo siglo V AC. Otro, de unos 60 años, está descalzo. "Nice shoes", le digo. "¿Por qué no? -contesta este holandés-, así me he entrenado".
Es la hora de la verdad
La voz que anima desde los parlantes advierte otra vez: cuidado con el viento. Su soplido parece arrancar la bandera de Grecia que se se observa si se alza la mirada.
Ya no hay espacio para la duda. He hablado intensamente conmigo mismo y sé que llegó el momento que había buscado desde inicios del 2011 cuando decidí correr un maratón.
Ahora es cuando debo correr con los fantasmas que me habitan. Ahora es cuando debo vencer al hombre del espejo que a veces dice no puedo. Que a veces repite "estoy cansado". Que otras asegura que algo le duele. Es la hora de derrotar el recuerdo del adolescente que huía de las clases de educación física. No corro contra nadie. Corro contra mí mismo. Contra mis demonios.
Miles corremos ya. Hay hombres atléticos, gordos, ancianos. Hay mujeres atléticas, gordas, ancianas. Lentamente, al ganar calor en sus cuerpos, van despojándose de sus prendas. El camino que sale del estadio de Marathonas es un reguero de abrigos, de guantes, de fundas plásticas, de miles de botellas de agua. Hace tanto frío que provoca orinar. Acá no hay espacio para los modales. La urgencia permite que los árboles de los costados sean los baños del momento.
Kilómetro uno. Quiero oír todo lo que se dice, captar cada detalle. Retumban los "¡bravo, bravo!", a lo largo del camino. Intento reflexionar por dónde corro, sobre todo cuando intriga el por qué tantos griegos comienzan a aparecer a lo largo del camino dando vivas a los corredores. Respetan su historia. Respetan a sus héroes. Respetan a Filípides, aquel mensajero que, según la leyenda, corrió la distancia entre Maratón y Atenas para informar que la batalla contra los persas, en el 490 AC, había sido victoriosa para Grecia.
Los griegos, pienso de nuevo, respetan orgullosos su pasado. Niños, niñas, mujeres, salen al paso de los corredores a entregarles ramas de olivo. Es sobrecogedor. Escucho en griego tantas cosas que no comprendo. Pero luego escucho el inglés, que increíblemente lo siento tan mío al entender que el español será un desierto en esta ruta milenaria.
Kilómetro cinco. El ritmo es bueno. Los corredores giran en una gran U organizada y veo a un tramposo que se cruza de un lado a otro sin completar el camino. No ha entendido el espíritu de esta carrera. Pronto será descalificado y me pongo a pensar cómo se puede venir de tan lejos para hacer trampa, para mentirse a uno mismo.
Kilómetro diez. Sigo en excelente ritmo. Las gotas de sudor caen lentamente desdela visera de mi gorra y las imagino como si resbalaran de un techo de zinc en Guayaquil, luego de una lluvia brutal de febrero. La lluvia de acá va, viene, y el viento helado golpea en la espalda como solo lo he sentido golpear en Chicago, la "ciudad de los vientos". Es ese viento que puede arrancar paraguas. Es aquel que te dice que hay que moverse porque si no estarás perdido.
Miro a la izquierda y aparece por momentos el mar Egeo. Empiezan los flashbacks de todo el cine que viaja en la memoria e imagino la flotilla persa con miles de barcos esperando la orden de atacar.
Siguen los gritos. Las camisetas de los corredores que pasan indican los motivos por los que están allí. Unos corren en memoria de los bomberos caídos en Nueva York el 9-11. Dos mujeres batallan en el asfalto por el dolor de unos niños cuyas fotos llevan en la espalda. Otras pelean contra la fibrosis quística y recogen dinero para su guerra. Dos hombres corren empujando en una silla de ruedas a una persona. Es una muestra poderosa de amor. Otros van relajados; otras se sumergen, vía iPod, en su mundo musical.
Me pasan muchos. Logro pasar a algunos. Siempre queda algo de ese capricho tonto de querer rebasar a quien pienso que no debe rebasarme. Veo a personas de más de 60 años con un nivel increíble. Y repito que tengo que lograrlo.
Llego a la media maratón y una galleta salvadora me da fuerzas para seguir. He ingerido dos gels repletos de carbohidratos y electrolitos. Desde el kilómetro 10 hasta el 31 el camino es de subida. Sé que aquí se vendrá la parte más dura. Si logro vencerla, el estadio estará cerca.
Suena Vangelis. En un pueblo, varias personas han sacado un mezclador, un equipo de sonido y los parlantes retumban con la melodía de la película Charriots of fire. Vangelis transporta. Vangelis emociona. Es un día oscuro, frío y gris, pero su música transmite colores, manda más oxígeno al corazón, activa los músculos de una mejor manera.
El resto, a partir del kilómetro 30 es puro dolor. Hace poco leí que correr un maratón es como morir y renacer el mismo día. Es cierto. He superado la parte más difícil de la carrera, pero el dolor muscular es intenso. Hay que bajar el ritmo a un punto totalmente conservador. Si paro, me destruyo. Si me detengo, echo al traste la opción de llegar al estadio Panathinaiko.
La música comienza a ayudar. Mi iPhone, aparte de mis mantras internos, son mis aliados. Suena Jump de Van Halen, empieza a zonar toda la banda sonora de mi vida. Y es un bálsamo, una ayuda necesaria en este momento tan estratégico entre el casi y el lo logré.
Los kilómetros parecen millas. Van 32, 33, 35, 37. En algún momento miro a la derecha y comprendo que lo que veo es Atenas. Atisbo unas ruinas, luego reconozco una gran avenida. Estoy en la capital de Grecia. Todo está tan cerca y tan lejos. He visto tanto en tan poco tiempo, aunque sé que algunas cosas iré recordándolas en cualquier momento en que un estímulo las saque de donde ahora están guardadas.
He visto pujanza. He visto coraje, amor, alegría, dolor, en tantos corredores. He visto ambulancias que se llevan a otros. He visto a los que se niegan a dejar la carrera. Y veo a alguien que se acerca a ayudarme. Sabe que tengo frío, porque me muevo ya lento. Falta poco y ¿un ateniense? que ya llegó a la meta mucho antes que yo, se acerca a darme su manta térmica. Me envuelve con ella.
Cruzo el último lugar de chequeo del chip que va en mi zapato derecho. Es un arco y parece que ya solo hay una recta para entrar a ese estadio. Veo el kilómetro 40. Maldigo el capricho de la reina de Inglaterra que cambió la distancia original de 40 kilómetros a 42,2 para que la carrera partiese desde el castillo de Windsor en las Olimpiadas de Londres en 1908. Los conos señalan el camino. Estoy en el kilómetro 41. ¿Dónde está el estadio?, pregunto. Quiero verlo. He imaginado mucho ese momento.
Suelto la manta térmica. Arrojo la funda que está encima de mi camiseta. Sé que ya falta nada. Ahora comprendo lo que se dice sobre estas instancias. Los últimos momentos se los corre con el alma, no con las piernas. Así sea lento, lo haré desde un interior muy intenso. Hay una arboleda final. Edificios modernos están a los costados y al final de esa arboleda que parece un túnel sin salida, está el estadio Panathinaiko.
Se levanta allí, imponente, con un camino de vallas metálicas que señala su entrada. Que muestra el camino hacia su legendaria forma en U, adonde cuatro horas antes ha llegado un marroquí con una velocidad increíble de 3 minutos el kilómetro.
Los últimos 200 metros son una experiencia inolvidable. Vale la pena batallar por ese pequeñísimo tramo de vida que te cambia la vida.
Luego de cruzar la meta en el estadio Panathinaiko.
Foto tomada por un desconocido al que le di mi móvil.
Foto tomada por un desconocido al que le di mi móvil.
Nota del blogger: Este post lo debí haber subido hace cuatro meses, pero esperé a que se publicara esta crónica en la revista Diners de Ecuador, la que ha salido en este mes de marzo.